lunes, 21 de noviembre de 2005

La fiesta del soldado (inicios de octubre)

“Quiero agradecer a todos los que me ayudaron. A quien preparó la comida para la fiesta de hoy, a quien me dio una mano cuando recién había llegado, a quien me ayudó a conseguir esta casa, a quienes me han acogido tan bien. Quiero también pedir a Dios que proteja a los que están lejos, a quien en estos momentos está entre las balas arriesgando su vida. Brindemos, ¡salud!”

“¡Salud!” decimos todos en coro y bebemos un poco de prosecco. La fiesta es de Brent, mi nuevo vecino, que quiere inaugurar la casa con esta recepción. Él es un soldado estadounidense que ha estado en Irak. Es negro, al igual que casi todos los invitados. Hay también niños, de hecho la mía juega con los demás muy contenta.

Yo soy tímida y apenas logro intercambiar un par de palabras con los demás. Entablo conversación con una chica italiana que trabaja en el cuartel Ederle y se ocupa de los alojamientos de los soldados. Me pregunta sobre Bolivia, habla de todo un poco y va entrando en confianza. Cuando escucha que hablo en español con mi hija dice que le alegra muchísimo oir nuestra lengua, confiesa que detesta el inglés y que aceptó el trabajo en el cuartel para obligarse a aprenderlo bien de una vez.

Mi compañero vuelve a casa temprano. Yo me quedo en parte porque mi retoño no quiere saber de abandonar a sus nuevos amigos, pero sobre todo porque me interesa conocer a esta gente. Antes de conocer a Brent mi compañero decía que no quería ni saber de uno que hace la guerra, yo en cambio quería conocerlo justamente por ese motivo. Y “trabajando” de intérprete para mi suegro, el dueño de nuestras respectivas moradas y que no habla una palabra de inglés, he podido entrar en contacto con él. ¿Qué puedo decir? Es una persona cordial y simpática, sin duda más cálida y humana que las demás del vecindario. En todo caso se me hace cuesta arriba imaginármelo detrás de una ametralladora. Por supuesto que todavía no hemos hablado de la guerra ni de nuestras posiciones al respecto. No sé cuándo lo haré, si lo haré.

Siempre pensé que hasta el criminal más cruel podría ser contemporáneamente un hijo tierno que cuida a su madre con abnegación. O sea que una cosa no excluye la otra, por mucho que esta idea espante a nuestras conciencias políticamente correctas. Nosotros mismos somos un amasijo de contradicciones, acaso más atenuadas. Claro que estos razonamientos míos son el producto de una innata actitud transgresiva más que de una verdadera reflexión, y hacer especulaciones es diferente a vivir situaciones concretas como la que me ocupa ahora. Será que la educación católica nos acostumbra demasiado a pensar en términos duales: el bien y el mal, el paraíso y el infierno. Cuando identificamos al enemigo lo privamos de cualquier faceta que pueda poner en duda nuestras convicciones. En efecto es mucho más fácil y tranquilizador creer en el “diablo”, el malo puro e insensible que podemos odiar cómodamente y sin tener que sumergirnos en disquisiciones demasiado complejas.

Es tarde y me voy de la fiesta. No me queda otra que llevarme a la fuerza a mi hija, pues no quiere separarse de Mackenzie, una niña apenas más pequeña con la que ha jugado por horas. Brent nos acompaña hasta afuera y nos agradece por haber participado. Yo también lo agradezco, nos ha abierto su casa.

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